(escuchad el vídeo mientras leéis)
El perro ladra; hora de sacarlo. Le pongo el collar, me pongo el jersey (se ha levantado algo de viento) y lo saco por el residencial. Hoy hay suerte; es sábado noche y entre que medio residencial está vacío y parte de la otra mitad está o bien en casa viendo una peli, o procreando, o jugando al ordena, la posibilidad de encontrarme con alguien es practicamente nula. A todo esto se le añade el hecho de que las luces de los jardines están apagadas (qué novedad), lo cual hace que la noche sea perfecta.
Caminamos por el césped mientras un coro de grillos, sapos y viento entre hojas nos sumerge en la nocturnidad. Mi perro se para a olisquear la hierba, toda negra, bajo el manto de la oscuridad. Aprovecho para alzar la vista. El cielo está cuajado de estrellas (la luz de las farolas de la calle principal queda bastante lejos y detrás de otro de los edificios). Una estrella fugaz. Sigo observando impávido el cosmos, el vasto infinito que se cierne sobre mí; todos esos puntitos a millones de años luz, tan lejanos, tan bellos, tan caprichosos en su posición celestial, centelleantes, esbeltos... De repente algo me saca de mi momentánea embriagadez; es el perro. Está ansioso por seguir investigando con su envidiable olfato las corrientes de aromas que viajan entre briznas de vegetal. A regañadientes, cedo y seguimos caminando.
Valla de acero. Hemos llegado al límite entre el residencial y el campo de golf. Aquí, la sinfonía natural que nos brinda el ambiente es más fuerte que momentos antes. A pocos metros al otro lado, un pequeño lago artificial da cobijo a varios anfibios, peces y algún que otro bicho más. Mi perro se vuelve a detener; nuevo momento para observar. Oh, luz. Alguien ha pulsado un interruptor. Bajo las persianas se divisan reflejos sepia, probablemente de alguna lámpara de mesa.
Movimiento a mis pies... Susto... Bolsa se aleja trotando empujada por una repentina brisa fresca... Avanzamos algo más y el perro decide, por fin, que ese lugar es el idóneo para marcar territorio. Problema: leyes humanas. Solución: bolsita de plástico. Poco tiempo después, mi cánido amigo y yo nos dirigimos con paso firme al eficaz sistema de limpieza del residencial: tubos subterráneos que atraviesan medio pueblo y que llevan nuestros desechos a una planta a las afueras del mismo. Al fondo comienzan a dibujarse las siluetas de tres cilindros: los "cubos".
El primero queda descartado: es el de envases. Sí, la bolsa es un envase, pero lo que lleva en su interior no. Segundo y tercer cubo: viables. ¿Cuál elijo? En principio, debería de darme igual; ambos me sirven, pero... uno de ellos (el segundo) está oxidado y va a sonar demasiado si lo abro, aunque lo haga de forma sigilosa. ¿Qué hacer pues? Me decanto por el tercero.
Me acerco, el perro se acerca conmigo (no le queda otra) y me dispongo a abrirlo de la forma más silenciosa posible a fin de no romper la magia que me rodea. Acerco la mano a la ranura de apertura; calculo la presión exacta que deben de hacer mis dedos para que la acción sea efectiva; miro en derredor; y tiro.
Estridente bofetada. Mi tímpano se retuerce en agónico sufrimiento. Nueva información para mi cerebro: todos los cubos están jodidamente oxidados. Regreso cabizbajo.
Ya en casa, el perro bebe agua y le pregunto a mi madre:
- Mamá, ¿es cosa mía o se ha enterado todo el residencial de que he ido a tirar la basura? (Nadie habrá pensado que he ido a sacar al perro).
Entre risas me responde:
- Sí, me da a mí que se ha enterado todo el mundo.
Y yo:
- Eso me parecía a mí también.
Conclusión: la próxima vez o bien salgo a la calle a tirar la basura o me busco una papelera.
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